“El terror se apoderó de mí mientras cruzaba nadando el Río Bravo, aquella noche fría de diciembre de 1997. Sabía que la muerte me perseguía desde mi partida”, empieza María a relatar parte de su historia con la voz entrecortada.

“Atrás dejé a mis tres pequeñas hijas junto a su abuela. Ni siquiera me despedí de mis niñas para evitar el dolor y la angustia de un adiós. Ellas aún dormían cuando tomé mi mochila cargada de galletas, atún y agua…” prosiguió.

María dice aún con lágrimas en sus ojos: “tuve que empeñar mi humilde casita en Chinandega a un vecino prestamista que me entregó 3 mil dólares a cambio del único nido donde quedaban mis polluelos. Me fui con la esperanza de pagar el préstamo y darle una vida digna a mi hijas””.

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Al hablar, María Martínez desentierra de su memoria recuerdos que dieron inicio a su éxodo como inmigrante. Recuerdos enjaulados que hoy deja volar en libertad.

María tardó casi 5 semanas en pisar suelo estadounidense.

Desde su partida, asegura, sintió la presencia de Dios y los pasos del Diablo.

Un ‘coyote‘ distinto por cada punto ciego de las fronteras la guió hasta llegar a México. En una bolsa plástica que mantuvo oculta en sus partes íntimas llevaba el dinero, un celular y un trozo de papel que contenía el número telefónico de una amiga nicaragüense que trabajaba en un hotel de la ciudad de Houston, compatriota que la animó a emprender el viaje más largo y peligroso de su vida.

María recorrió más de 3 mil kilómetros en bus, tren, a caballo y a pie, no obstante, al cruzar a nado por el Río Bravo, aferró su vida a un neumático que apareció justo frente ella como una señal divina aquella macabra noche de diciembre, la cual era iluminada por la luz de la luna, pero que a la vez torturaba al resto de inmigrantes quienes luchaban por pasar la prueba más difícil de vida.

Llantos y gemidos afilados cortaban el tenso aire. Niños enganchados a sus madres. De pronto, los llantos cesaron. El tormentoso Río Bravo empezó a tragar sin piedad a cada niño y progenitor que no sabía nadar. El silencio rompió sus fronteras y los gritos de auxilio y de sirenas de patrullas resonaban en el oído de María, quien sintió recorrer el horror por sus venas.

Su cuerpo se mantuvo inmóvil por algunos minutos. En ese instante decidió morir, sin embargo, en su mente martillaban las voces de sus hijas que le imploraban no desistir.

El delirio la poseyó, no obstante, una vez recobrada la conciencia del entorno fatal, tomó su último aliento y no paró de nadar.

María recuerda con claridad un episodio singular ocurrido en la frontera de México con EEUU, cuando se unió a un grupo de 15 personas compuesto en su mayoría por familias y adolescentes.

“Yo y una familia de 4 personas logramos llegar al otro lado del río. Si estoy viva, es por un milagro», balbucea.

Un susurro de esperanza

Hoy, a sus 40 años respira con tranquilidad en la nación que la acogió.

La experiencia como indocumentada es ahora parte de un pasado gris.

“Era muy joven cuando me fui de Nicaragua. Mi país, al que siempre recuerdo con amor. Logré obtener mi residencia tras permanecer varios años en condición ilegal en Estados Unidos. Fue duro trabajar y vivir cada día con la zozobra de ser deportada. No recomiendo a nadie hacer lo que hice. Nunca quise casarme tras el infierno que viví con el padre de mi hijas, quienes hoy estudian en la universidad gracias a mi duro trabajo, con el que también pagué la hipoteca de mi casa, así ellas están seguras”, expresa con orgullo.

María se desempeña como ama de llaves en un hotel de Houston, Texas. Aprendió a dominar el inglés en 3 años, un reto que se propuso superar.

Su amiga la esperaba al otro lado del río esa noche cuando cruzó el río Bravo. En tanto su madre murió hace 2 años a la edad de 90 años, y fue la responsable de criar a sus nietas tras la partida de María hace 19 años.

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El primer trabajo que obtuvo consistió en cuidar los hijos de una familia cubano estadounidense.

Envió la primera remesa a sus seres amados a finales de enero de 1998, año en que Nicaragua quedaría desecha tras el paso del Huracán Mitch.

21 años tenía esa joven tímida de piel morena y ojos vivaces llamada María cuando se armó de valor y cambió el rumbo de su historia y la de su familia.

Al concluir este relato, María compró un boleto de avión a Nicaragua y se reencontrará con sus hijas después de casi dos décadas.

“Todos somos migrantes en este mundo, pero no todos andamos perdidos”, afirmó con alegría y convicción.