Corea del Norte juega al terror. En un nuevo ejercicio de intimidación verbal, el embajador de Pyongyang ante la ONU, Kim In Ryong, afirmó esta tarde que la escalada con Estados Unidos crea “una situación peligrosa en la que una guerra termonuclear puede estallar en cualquier momento”. “Si Washington opta por una acción militar, estamos preparados para reaccionar a cualquier tipo de conflicto”, señaló el diplomático en un tono inusual en la ONU.
Sus palabras llegaron en respuesta a la advertencia lanzada horas antes por el vicepresidente Mike Pence. En su visita a Corea del Sur, el segundo hombre más poderoso de la Casa Blanca dio por terminada la era de la “paciencia estratégica” y anunció que “todas las opciones estaban sobre la mesa”, incluidas acciones militares de castigo como las lanzadas en Siria y Afganistán.
Desde la llegada de Donald Trump a la presidencia, la tensión con el régimen norcoreano no ha dejado de crecer hasta erigirse, como ya le previno Barack Obama en la trasmisión de poderes, en la mayor amenaza externa para Estados Unidos. El claustrofóbico régimen de Pyongyang lleva dos décadas enfrascado en la búsqueda de un misil nuclear capaz de alcanzar territorio estadounidense. Aunque este objetivo todavía queda lejos, ha logrado desarrollar una bomba atómica de 30 kilotones (dos veces la de Hiroshima) y una potencia balística suficiente para amenazar a Corea del Sur y Japón.
Ante este desafío, Washington no se ha quedado quieto. Tras comprobar que las sanciones de nada servían, ha apretado las tuercas con una ciberguerra, cuya profundidad es un misterio, el desarrollo de un escudo de defensa aérea en Corea del Sur y, en las últimas semanas, con el envío del portaviones nuclear Carl Vinson y su poderoso grupo de combate a aguas de la península coreana. Todo ello ha exacerbado aún más la retórica de un régimen que se alimenta del terror.
Embarcada en una feroz represión interna, la dictadura del líder supremo Kim Jong-un se sostiene por la amenaza misma de un conflicto. Bajo una lógica endiablada, la posibilidad de una guerra nuclear da cohesión a un Gobierno, que detrás de la iconografía comunista oculta una tiranía hereditaria y paranoica, donde el fallecido fundador de la dinastía, Kim Il-sung, ocupa el cargo de Presidente Eterno, y su difunto hijo Kim Jong-il, el de Líder Eterno. Una máquina de poder personal que ha retado a Estados Unidos, una economía 1.600 veces más poderosa, con un pulso suicida: la disposición a inmolarse y recibir una andana del mayor ejército del planeta, a cambio de golpear con el arma nuclear aunque sólo sea una vez a su enemigo o algunos de sus aliados. Esta aterradora posibilidad ha logrado mantener al régimen a flote y ha evitado que las presiones devengan hasta ahora en acciones militares.
Frente a este equilibrio del miedo, Trump ha decidido probar otra ruta. Ha presionado diplomáticamente a China para que bloquee la carrera armamentística coreana, y, tras las demoledoras intervenciones militares en Siria y Afganistán, ha mostrado su disposición a emprender un ataque preventivo.
Esta amenaza ha sido absorbida rápidamente por Pyongyang y transformada en pólvora para su artillería verbal. “Esta grave situación prueba una vez más que la República Democrática Popular de Corea está enteramente justificada cuando aumentó sus capacidades de autodefensa y ataque preventivo con el puntal nuclear”, afirmó el embajador Kim In Ryong. La guerra, aunque verbal, ya ha empezado.