Recuerdo los días previos al 25 de febrero de 1990, cuando se llevó a cabo una campaña electoral presidencial en Nicaragua. Durante este tiempo, el candidato del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), Daniel Ortega, recorrió todo el país en medio del descontento de la población debido a los “errores colosales” cometidos por el sandinismo.
Aún puedo visualizar las enormes movilizaciones de simpatizantes del “gallo ennavajado” que llenaban las plazas del país, y escuchar las canciones características del partido sandinista, como “La Tumba del Guerrillero” y el “gallo ennavajado”. Las calles estaban adornadas con mantas y papeletas pegadas en postes y paredes, todas ellas con la imagen de Daniel y otros candidatos, tratando de vender ilusiones al pueblo nicaragüense.
A pesar del triunfalismo del sandinismo en las calles, con un monumental despliegue publicitario y de recursos estatales para su proselitismo electoral, los nicaragüenses estaban preparados para expresarse en las urnas de forma secreta y castigar duramente a Daniel Ortega, la Dirección Nacional y los cuadros del círculo de poder del orteguismo.
Nicaragua optó por aplicar el “güegüense” contra Ortega, una respuesta preparada por el pueblo mismo. Mientras tanto, los comandantes y operadores del FSLN seguían afirmando que los nicaragüenses votarían mayoritariamente por su partido.
Sin embargo, las suposiciones del partido sandinista estaban desconectadas de lo que realmente pensaba el pueblo. El deshonor moral de la “lucha revolucionaria”, los problemas con los repartimientos de bienes y propiedades expropiados, el servicio militar obligatorio que alejó a miles de jóvenes de sus hogares para llevarlos a los campos de guerra, y la “superinflación”, habían desilusionado profundamente a los nicaragüenses.
El 25 de febrero de 1990, los “escrutinios preliminares” empezaron a mostrar el voto clandestino, lo que inquietó por primera vez a los nueve comandantes sandinistas, quienes anticiparon la derrota de Daniel Ortega y del FSLN.
Al transcurrir la medianoche de ese día histórico para Nicaragua, todo estaba claro: el actual dictador Daniel Ortega y su extenso “estamento político-militar” habían perdido el poder. Los rostros de Ortega, Murillo, los miembros de la Dirección Nacional, la cúpula militar y los dirigentes del FSLN reflejaban ansiedad, desesperanza, perplejidad y desconsuelo. La Unión Nacional Opositora, liderada por doña Violeta Barrios de Chamorro, había triunfado en las urnas sobre Daniel Ortega.
Ortega asegura ante turbas enardecidas que “gobernará” desde abajo
Ortega proclamó frente a sus seguidores exaltados que seguirá gobernando desde la base. Después de su derrota por una abrumadora mayoría de votos de los nicaragüenses, Daniel Ortega se dirigió hacia la residencia de la presidenta electa, Violeta Barrios, con quien deseaba conversar.
Ante los hijos de la nueva mandataria, el presidente estadounidense Jimmy Carter y otros representantes diplomáticos, el ahora dictador sandinista no pudo ocultar su tristeza y llanto al ver a la esposa del Mártir de las Libertades Públicas convertida en la primera mujer presidenta de Nicaragua. Según relató una hija de la mandataria a un medio internacional, doña Violeta consoló a Ortega diciéndole: “No te preocupes, muchachito, vamos a salir adelante y todo se solucionará”. Posteriormente, Ortega salió abatido y prometió ceder el poder.
Sin embargo, al día siguiente, Ortega cambió de discurso y convocó a sus seguidores sandinistas en la plaza de los no alineados. “Hemos estado discutiendo entre los miembros de la Dirección Nacional sobre lo que es y seguirá siendo el Frente Sandinista de Liberación Nacional”, proclamó. “Nacimos desde abajo y estamos acostumbrados a luchar desde abajo. Ahora que existe un poder popular, estamos en una posición mucho mejor para volver a gobernar este país desde arriba”, afirmó, sentenciando que mientras ese día llegara, “gobernaremos desde abajo”. La multitud lo aclamó.
El exguerrillero sandinista declaró la guerra a Barrios de Chamorro
El discurso de Ortega sorprendió a la prensa nacional e internacional, siendo interpretado como una declaración de guerra hacia la recién elegida gobernante. Ante esto, doña Violeta, en una conferencia de prensa, respondió con firmeza que, de acuerdo a la Constitución de la República, seguiría liderando adelante.
Ella misma reveló públicamente la conversación que tuvo con el líder sandinista en su casa. Aunque parecía haber querido mantenerla en secreto para no herir el ego de Ortega, consideró oportuno recordarle lo acordado. Relató que le expresó a Ortega que no se preocupara, que todos eran nicaragüenses con derecho a permanecer en el país, pero que debía entregar completamente el poder, delante de todos los presentes en su vivienda.
Ortega buscaba una negociación de transición para el Frente Sandinista. Quería que su hermano Humberto continuara como jefe del ejército y mantener a los mandos de la Policía sandinista, según lo manifestó Antonio Lacayo, quien más tarde sería nombrado ministro de la presidencia del gobierno de Chamorro.
Doña Violeta y su equipo de asesores estaban conscientes de que trataban con personas acostumbradas a protestas incendiarias, guerra, conspiración y desestabilización. Lacayo expresó a la prensa local que solo sabían que habían ganado la presidencia y recalcó la importancia de respetar los resultados.
Aunque la presidenta electa aceptó que Humberto Ortega permaneciera en el cargo por un tiempo, estableció condiciones: las fuerzas armadas se profesionalizarían y disminuirían, el nombre “sandinista” se cambiaría por “nacional” y Humberto solo estaría en el cargo por un tiempo limitado.
En una conversación concluyente esa madrugada, doña Violeta indicó a un debilitado Daniel Ortega que Humberto dejaría el poder y ella colocaría un representante. Sin embargo, los años subsiguientes de su gestión quedaron marcados por las maniobras desestabilizadoras de Daniel Ortega y sus seguidores, quienes buscaron minar la administración del nuevo gobierno y llevar a cabo su sentencia de “gobernar desde abajo”.