El llamado “elefante blanco” de Managua, erguido entre las ruinas de la vieja ciudad, fue alguna vez el símbolo más imponente de la cultura y modernización en Nicaragua. El Teatro Nacional Rubén Darío no solo sobrevivió a terremotos y guerras, sino que también se convirtió en un refugio de arte y expresión para el país centroamericano.
Construido bajo el régimen somocista, se erigió como un tributo a Rubén Darío, el poeta universal que puso a Nicaragua en el mapa cultural del mundo. Su acústica perfecta, la majestuosidad de sus candelabros imperiales y su capacidad para acoger a las mentes más creativas del país lo convirtieron en un santuario del arte.
Pero hoy, este ícono ha sido secuestrado. El teatro, que alguna vez fue para todos, ha sido relegado a ser el escenario exclusivo de los caprichos de Camila Antonia y Laureano Facundo, hijos de la pareja presidencial Ortega-Murillo, quienes lo utilizan como una herramienta más en su maquinaria de propaganda. Lo que fue diseñado como un “templo del arte” por una dictadura, hoy está al servicio de los caprichos y frustraciones de otra.
Su historia
El Teatro Nacional Rubén Darío es, sin duda, una de las joyas culturales más significativas de Nicaragua. Su planificación comenzó en 1964, cuando el Instituto Pro Arte Rubén Darío, junto con un grupo de visionarios, impulsó la construcción de un edificio que rindiera homenaje al ilustre poeta nicaragüense Rubén Darío, coincidiendo con el centenario de su natalicio. La primera dama de entonces, Hope Portocarrero de Somoza, fue quien colocó la primera piedra en 1966, y tres años después, en 1969, el teatro abrió sus puertas.
Desde su inauguración, ha sido un baluarte de la cultura nicaragüense, diseñado con una precisión técnica excepcional que lo coloca entre los mejores de América Latina, un refugio para la música, la ópera, el ballet y el drama.
Con una capacidad para 1,200 personas, su auditorio fue cuidadosamente diseñado para asegurar una acústica perfecta y una proximidad única entre el público y el escenario, lo que permitía una conexión profunda entre el arte y los espectadores. Sobreviviente del devastador terremoto de 1972, el Teatro Nacional Rubén Darío se mantuvo como un ícono de la vieja Managua y como una de las pocas estructuras que permaneció intacta, reforzando aún más su estatus como símbolo de resiliencia y patrimonio cultural.
Reconocido internacionalmente, incluso por el prestigioso diario The New York Times como uno de los mejores teatros de América Latina en 1972, este espacio ha albergado a destacados artistas y producciones de nivel mundial. Su infraestructura no solo fue un logro de la ingeniería nicaragüense, sino también un testimonio del compromiso del país con las artes y la cultura. Durante décadas, fue un escenario abierto para la diversidad cultural, donde la música, el teatro, la ópera y las exposiciones artísticas florecieron, consolidando al teatro como un pilar fundamental en la vida cultural de Nicaragua
Su nuevo uso
El Teatro Nacional Rubén Darío, que alguna vez fue un refugio para las manifestaciones artísticas de Nicaragua, ha sido progresivamente convertido en un instrumento político. Aunque su fachada sigue emanando el esplendor arquitectónico que lo consagró como un ícono cultural, las actividades que se desarrollan en su interior se han transformado en un vehículo para la propaganda del régimen Ortega-Murillo. Los eventos culturales que aún se celebran allí están marcados intencionalmente por un tinte ideológico que persigue la exaltación del poder.
El otrora símbolo de modernización y apertura ahora sirve como escenario para funerales de agentes extranjeros, aniversarios de la Revolución Ciudadana de 1979 y ceremonias que descaradamente rinden culto al régimen sandinista. Bajo este control, el teatro ha dejado de ser un espacio para la pluralidad artística y se ha convertido en un símbolo de exclusividad y adoctrinamiento.
A pesar de su origen como un espacio público, el acceso al Teatro Nacional ha sido restringido a un selecto grupo de eventos y actores afines al gobierno. Embajadas como las de Rusia, Bielorrusia y México han encontrado en su sala mayor el lugar perfecto para escenificar ceremonias que refuerzan la afinidad diplomática del régimen sandinista con otros regímenes desprestigiados y culturas lejanas, evidenciando una nueva realidad en la que la política domina sobre el arte.
Desde hace mucho, el principal objetivo del teatro, que era convertirse en un punto de encuentro para todas las clases sociales y corrientes artísticas, ha sido traicionado, y ahora es testigo de ese desplante cultural. Las producciones y eventos son cuidadosamente seleccionados para reflejar la narrativa del régimen, mientras que expresiones críticas o contrarias son excluidas de su programación.
El uso constante del teatro para estos eventos no es solo simbólico, sino también extremadamente costoso. El mantenimiento de esta joya arquitectónica, con su climatización central, equipos acústicos y sistemas de iluminación de última tecnología, requiere de recursos financieros significativos. Cada función organizada en honor al régimen o a sus aliados implica una inversión considerable, financiada por el Estado, pero con el claro objetivo de promover la agenda gubernamental.
Las luces del escenario, que alguna vez iluminaron grandes piezas de teatro y ópera, ahora proyectan descaradamente discursos y actos con fines políticos, privando a los ciudadanos del acceso a un espacio que les pertenece.
El teatro para los Ortega-Murillo
La utilización del Teatro Nacional Rubén Darío no es solo un acto de control cultural, sino un reflejo del profundo autoritarismo del régimen y de los caprichos y frustraciones artísticas de sus herederos. La apropiación de este espacio emblemático por parte de la familia Ortega, especialmente para actividades organizadas por Camila Antonia y Laureano Facundo Ortega, refuerza la imagen de un poder centralizado y excluyente, además de evidenciar la apropiación de los espacios por parte de la nueva élite social nicaragüense construida por el orteguismo.
En lugar de ser un lugar de encuentro y diversidad, principios esenciales del arte, el teatro ha sido secuestrado por esta élite que busca perpetuar su dominio a través de símbolos de grandeza y ostentación. El contraste entre su elegante fachada y la naturaleza de los eventos que ahora alberga expone la desconexión con los objetivos de su creación y su razón de ser.
Hace mucho tiempo dejó de ser un espacio para la pluralidad artística nicaragüense y se ha transformado en un vehículo de exhibición personal para los hijos de los dictadores Daniel Ortega y Rosario Murillo. Al verse privados del acceso a los grandes escenarios internacionales, particularmente en Europa y Estados Unidos debido a sanciones y restricciones impuestas por corrupción y crímenes contra la humanidad, han convertido el Teatro Nacional en el refugio ideal para sus aspiraciones escénicas.
Lejos de enfrentarse al escrutinio de la audiencia global, Camila y Laureano Ortega encontraron en este emblema cultural la plataforma perfecta para satisfacer sus gustos y frustraciones artísticas, consolidando un escenario hecho a la medida de sus caprichos.
Camila Antonia Ortega, conocida por su inclinación hacia el mundo de la moda y la belleza, ha utilizado el teatro para eventos como pasarelas y certámenes de belleza. Uno de los ejemplos más recientes fue el certamen “Reinas Nicaragua”, donde el elegante escenario del teatro se transformó literalmente en una gran caja de pantallas LED para la exaltación de la dictadura familiar y la superficialidad de estos espectáculos, carentes de glamour, donde la riqueza simbólica del teatro se diluye en eventos diseñados para proyectar una imagen de poder y exclusividad, con el nombre de Rosario Murillo sonando una y otra vez la noche del certamen, el sábado 21 de septiembre de 2024.
Por otro lado, Laureano Facundo Ortega ha convertido el teatro en su propio feudo cultural a través de la Fundación Incanto, que él mismo dirige. Bajo su mando, la cartelera del teatro está dominada por actividades que responden a su afán de posicionarse como promotor cultural y tenor prominente. Sin embargo, su enfoque se ha centrado más en importar artistas y grupos de otras nacionalidades para causar impresión en el ámbito local.
Incapaz de mostrar su trabajo en escenarios internacionales, Laureano utiliza el teatro para mantener una imagen de relevancia artística dentro del reducido marco de apoyo del régimen, donde militares y policías son su público principal. Los eventos internacionales que organiza, lejos de ser intercambios culturales genuinos, parecen diseñados para maquillar la imagen de la familia Ortega-Murillo como promotores de la cultura, mientras la realidad interna del país desmiente esa narrativa.
Ambos hermanos han convertido al Teatro Nacional Rubén Darío en su fortaleza personal. A puerta cerrada y con todos los recursos del Estado a su disposición, construyen una imagen de relevancia artística que no podrían sostener fuera de Nicaragua. El teatro, con todo su esplendor arquitectónico y peso histórico, ha sido reducido a un escenario de indulgencia personal, donde las pasarelas, los certámenes de belleza y las operetas importadas se superponen a las verdaderas necesidades culturales del país, dejando al pueblo nicaragüense fuera de su propio patrimonio.
Por otra parte, Ramón Rodríguez, actual director general del Teatro Nacional Rubén Darío, ha sido una figura clave en la transformación de este icónico espacio bajo la influencia directa del régimen Ortega-Murillo. Artista de formación y leal servidor de la familia presidencial, Rodríguez ha desempeñado un rol determinante en la politización y privatización del teatro, alineando su dirección con los intereses y proyectos de los hijos del presidente, Camila y Laureano Ortega.
En lugar de defender la independencia cultural del espacio, Rodríguez ha reforzado la idea del teatro como herramienta de propaganda del régimen, adaptando su gestión para favorecer las actividades impulsadas por la familia gobernante.
Su gestión ha sido criticada por la falta de apertura hacia proyectos culturales que no encajan en la narrativa oficial, así como por su papel en la exclusión de artistas y colectivos independientes. Bajo su dirección, el Teatro Nacional ha dejado de ser un lugar inclusivo para todos los nicaragüenses, convirtiéndose en una fortaleza reservada para el círculo cercano al poder, lo que refleja la inquebrantable lealtad de Rodríguez hacia los Ortega-Murillo y su proyecto político.
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Un templo atrapado
El Teatro Nacional Rubén Darío, un coloso cultural cuya construcción fue impulsada por Hope Portocarrero, esposa del dictador Anastasio Somoza Debayle, carga consigo una ironía monumental: fue erigido bajo una dictadura que la actual familia Ortega-Murillo tanto aborrece, pero que, sin embargo, han tomado como propio. En su narrativa, han omitido el legado de quienes lo diseñaron y lo hicieron realidad, sin dar crédito a sus arquitectos ni a la primera dama que colocó la primera piedra, ignorando el hecho de que este monumento de modernización cultural nació bajo un régimen al que hoy rechazan, aunque heredan más de lo que estarían dispuestos a admitir.
Hoy, mientras miles de nicaragüenses sueñan con disfrutar de una experiencia artística en el teatro más emblemático del país, se encuentran con que, antes de poder acceder a su majestuosidad, deben atravesar un filtro ideológico impregnado de los intereses políticos y familiares de la pareja presidencial. Así, el arte en el Teatro Nacional Rubén Darío ya no se mide por su calidad ni por su aporte a la cultura, sino por su conformidad con la narrativa oficial.
Este teatro, que una vez estuvo atrapado entre los escombros y ruinas de la vieja Managua tras el terremoto de 1972, ahora está atrapado entre los “chayopalos” de la dictadura sandinista, vendedores ambulantes y nuevas obras oficialistas. Aunque su estructura sigue siendo sólida y majestuosa, su espíritu está en peligro, secuestrado por un régimen que ha hecho de la cultura su campo de batalla.